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LA VECINA DE LA SAL

Por@GuadalquivRadio

May 25, 2020

Mis tíos viven en un pueblo pequeñito. En frente de su casa, desde que tengo uso de razón, se erigía un lánguido y esmirriado árbol. Un árbol de tronco escuálido y retorcido, pero con unas hojas voluminosas y de un verde cautivador. Eso sólo fue al principio.

En frente de la casa de mis tíos también hay otra casa. Una casa que durante décadas lleva pidiendo a gritos ser enjalbegada y que permanecía deshabitada durante la mayoría del año, acogiendo a sus moradores solamente durante el periodo estival.

El árbol quedaba en medio de ambas construcciones, a modo de frontera entre ellas. Una especie de línea neutral que separaba a las dos contingentes de una guerra fría rural que todavía no se había desatado.

Con el paso del tiempo, y siempre coincidiendo con el verano, el árbol iniciaba su decadencia. Su débil y deforme tronco cada vez lo era más, y las hojas verdes que lo presidían se tornaban en cuartillas acartonadas y amarillentas. Para mi tía era algo inexplicable. ¿Cómo podía suceder aquella desgracia de la jardinería si ella mimaba a aquel árbol tanto o más que a su propio marido?

Mientras el tiempo pasaba, la historia se repetía. Durante el año el árbol vivía como un rajá y recuperaba su deforme pero saludable figura. Pero cada verano, como exhausto por haber gobernado un país, el árbol volvía a convertirse en un pobre desvaído. Nunca fue un árbol suntuoso, pero en Septiembre daba pena verlo.

El hecho de que el árbol enfermara cada verano no podía ser casualidad y mi tía, con la mosca zumbando detrás de la oreja, comenzó a escamar que la vecina de la casa de enfrente tenía algo que ver en todo esto. Por eso, empezó a observar el árbol durante sus noches de vigilia y confirmó sus sospechas. Era aquella vecina, una anciana de cara delgada pero papada trémula y mirada hastiada quién estaba envenenando al árbol. O más bien salificándolo.

Recuerdo su cara perfectamente, siempre expuesta al sol cual lagarto a la puerta de su casa. Mirando con desprecio a cualquier paseante que osara merodear por su territorio. Al principio me daba miedo, luego asco y ahora pena.

La guerra fría duró varios veranos. Mi tía pedía explicaciones y la vecina de la sal negaba, gritaba o insultaba dependiendo del momento. Recuerdo tirar huevos a su casa en alguna ocasión, como signo de protesta y siempre con el silencioso pero firme beneplácito de mi tía.

Un verano, hace ya más de diez años, llegué al pueblo y el árbol había sido sustituido por un cuadrado de cemento aprovechando las vacaciones de mis tíos. Todavía hoy recuerdo el cabreo de mi tía, un cabreo que albergaba una tremenda rabia contenida. Si mi tía hubiera tenido a mano una escopeta, el crimen de Puerto Hurraco habría resultado una pequeña riña en comparación con la masacre senil que habría perpetrado.

Poco después, y por causas naturales y ajenas a mi tía, aquella decrépita anciana murió. No me alegré, pero tampoco sentí pena alguna. Siempre había fantaseado con una vecina sexy a la que pedir sal, y esta “vieja” no se parecía en nada a ella.

Siempre habrá una vecina o un vecino así. Su esencia permanece, nunca muere. Da igual que vivas sólo en medio de la nada, esa vecina o vecino acabará presentándose en tu puerta. A veces podremos ignorarla y otras no quedará más remedio que combatirla. Es posible, como en el caso de mi tía, que perdamos alguna batalla. Pero lo más importante es no dejar que esa vecina nos posea.

Las batallas contra nuestro entorno serán constantes, las ganaremos y perderemos, pero no debemos permitir que mellen nuestra moral y nuestra esencia. No debemos dejar que minen nuestra personalidad y nuestros anhelos de crecimiento y desarrollo. Y si para lograrlo de vez en cuando es necesario llevarse por delante a alguna “vieja”, adiós “vieja”.

La guerra más importante debe ser la que luchamos contra nosotros mismos.

Mi tía perdió aquella batalla, pero hoy en día disfruta la vida. No la vive afincada en la amargura y la dinamitación constante. Mi tía ha ganado la guerra.

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